En el caso que comentamos hoy nos encontramos ante una contaminación acústica ambiental provocada por los usuarios de los establecimientos musicales en la propia vía pública.
En efecto, respecto a este fenómeno social, también conocido con el nombre de “botellón”, no basta con regular, mediante las oportunas ordenanzas, la protección del medio ambiente, la prohibición de venta de alcohol fuera de los establecimientos que tengan licencia para ello, el cumplimiento de los horarios de apertura, la colocación de mesas y sillas en la vía pública, sino que, con los medios adecuados para hacer efectivas dichas ordenanzas, es necesario que se impida que se sobrepasen los límites de emisión de ruidos, procediendo al cierre de los establecimientos que lo incumplan e incluso dispersando las concentraciones de jóvenes cuando se sobrepasan dichos límites.
No se trata de ejercer una presión policial, sino, dentro de los límites de dicha función, denunciar una y otra vez las infracciones administrativas, incomodar y disuadir sin descanso a los jóvenes en sus comportamientos y no favorecer, en su caso, mediante cortes de tráfico y vallas, dichas concentraciones, porque los derechos de los jóvenes a expresarse y reunirse encuentran sus límites en los derechos de los demás ciudadanos a la libre circulación, al descanso y a la propia vida entendida en un sentido amplío, no sólo físico, que se ven menoscabados al no extremar la administración municipal las medidas adecuadas y suficientes para paliar, al menos en parte, los efectos negativos concretados en el presente caso.
Los Tribunales de Justicia vienen declarando con reiteración que la contaminación acústica incide perniciosamente sobre el derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio (art. 18.1 de la Constitución) y los derechos constitucionales a la protección de la salud (art. 43), a un medio ambiente adecuado (art. 45) y a una vivienda digna (art. 47), por lo que, resulta de todo punto ineludible su firme protección por parte de los poderes públicos.
No resulta ocioso recordar la doctrina del Tribunal Constitucional, reflejada, entre otras, en las mencionadas Sentencias de 23 de febrero de 2004 y 24 de mayo de 2001, en las que se resumen las nocivas consecuencias que los ruidos generan en la vida de las personas:
“En efecto, el ruido puede llegar a representar un factor psicopatógeno destacado en el seno de nuestra sociedad y una fuente permanente de perturbación de la calidad de vida de los ciudadanos. Así lo acreditan, en particular, las directrices marcadas por la Organización Mundial de la Salud sobre el ruido ambiental, cuyo valor como referencia científica no es preciso resaltar. En ellas se ponen de manifiesto las consecuencias que la exposición prolongada a un nivel elevado de ruidos tienen sobre la salud de las personas (v. gr., deficiencias auditivas, apariciones de dificultades de comprensión oral, perturbación del sueño, neurosis, hipertensión e isquemia), así como sobre su conducta social (en particular, reducción de los comportamientos solidarios e incremento de las tendencias agresivas). Desde la perspectiva de los derechos fundamentales implicados, debemos emprender nuestro análisis recordando la posible afección al derecho a la integridad física y moral. A este respecto, habremos de convenir en que, cuando la exposición continuada a unos niveles intensos de ruido ponga en grave peligro la salud de las personas, esta situación podrá implicar una vulneración del derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE). En efecto, si bien es cierto que no todo supuesto de riesgo o daño para la salud implica una vulneración del art. 15 CE, sin embargo cuando los niveles de saturación acústica que deba soportar una persona, a consecuencia de una acción u omisión de los poderes públicos, rebasen el umbral a partir del cual se ponga en peligro grave e inmediato la salud, podrá quedar afectado el derecho garantizado en el art. 15 CE”.